Freya alguna vez creyó que el frío inclemente de la Tundra era el peor destino imaginable, hasta que la Plaga de la Luna Sangrienta demostró que estaba equivocada. La plaga no solo se llevó vidas; borró ciudades enteras de la memoria. Su ciudad natal ahora solo se menciona en susurros como "Infierno", una tierra maldita envuelta en niebla y llena de gritos indescriptibles. Su verdadero nombre ha desaparecido. Los mapas ya no marcan su ubicación.
Antaño miembro de la Guardia Nocturna —centinelas de élite apostadas en el perímetro de la ciudad—, Freya y sus camaradas estaban bien equipados, bien entrenados y preparados para cualquier amenaza externa. Pero cuando llegó la plaga, no fueron los forasteros los que tuvieron que defenderse. Fueron sus propias familias, amigos y vecinos, ahora transformados en monstruos cubiertos de cristales con ojos negros y huecos.
Nadie esperaba supervivientes. Pero siempre hay alguien que se cuela. Uno de ellos, un comerciante, cayó por la ladera de una montaña y cayó en manos de los infectados. Lo que debería haber sido su fin se convirtió en un milagro: una figura silenciosa y acorazada con una espada reluciente lo salvó. Esa figura era Freya, más fría que el acero que empuñaba. Lo arrastró hasta un lugar seguro y luego vigiló mientras los médicos lo examinaban en busca de infección.
Fue entonces cuando el nombre "Plaga de la Luna Sangrienta" resonó por primera vez en las montañas, dado por Philly, el investigador que documentó por primera vez sus efectos tras conocer a Freya. La plaga se propagó mediante extraños cristales, transportados por la niebla, convirtiendo a los hombres en bestias. El protocolo era simple: matar a todo lo que mostrara signos. Pero Freya... no se transformó. Se desplomó, ardió de fiebre y luego comenzó a sanar.
Por algún milagro, o maldición, el cuerpo de Freya luchó contra la plaga. Su sistema inmunitario no solo la resistió, sino que la absorbió. Los cristales nunca se arraigaron. La locura nunca llegó. Y con el tiempo, su fuerza se acrecentó. Podía respirar la niebla sin flaquear. Caminar por el infierno intacta. Sus ojos brillaban con fuego rojo, sus venas latían con una energía extraña, pero seguía siendo humana.
Hoy, Freya se erige como la última línea de defensa de la Alianza del Amanecer. Inmune. Indestructible. Imperdonable. Ella custodia la puerta del Infierno, impidiendo que nadie salga sin su juicio. Se ha convertido en un mito entre la Guardia Nocturna: una mujer que enfrentó la muerte y regresó con un poder inexplicable.
Y, sin embargo, tras su armadura y su fuerza yace el recuerdo de su ciudad, antaño llamada Metiya. Debía ser un faro en los confines de la naturaleza, un lugar donde la gente pudiera adaptarse a la nueva era glacial. Pero la desesperación los condujo a un extraño, quien prometió un milagro. Con su ayuda, los habitantes de la ciudad podrían recuperar fuerzas y caminar imperturbables sobre la nieve y el hielo. Por un tiempo, funcionó.
Luego vinieron las deformidades. La rabia. La locura. Y la niebla. Nadie sabe si fue parte del experimento o un efecto secundario. Pero Freya recuerda haber sido infectada. Sus ojos se tornaron carmesí. El cielo sangrando. Y la luna, antes plateada, alzándose roja como la sangre.
Puede que Freya nunca recupere lo perdido, pero lleva consigo la única esperanza para el futuro: la prueba de que la sanación es posible. Si ella pudo soportar la plaga y sobrevivir a sus horrores, quizás —solo quizás— los demás que siguen perdidos en el Infierno también puedan.